Acostumbrarnos a las cenas ligeras, tempranas y basadas en alimentos ricos en proteínas

Hay que cenar temprano. Lo ideal es hacerlo al menos tres horas antes de acostarnos, para evitar que la fase más costosa de la digestión se produzca mientras estamos dormidos.

Por la noche el metabolismo se ralentiza y con un metabolismo lento es mucho más fácil que los alimentos se nos acumulen como grasas de reserva.

Y por supuesto nunca hay que cenar abundantemente, porque las cenas copiosas fuerzan al organismo a disponer de mucha energía para las horas en las que uno está dormido, esto es, cuando los requerimientos de energía del cuerpo bajan al mínimo. Tomando desayunos generosos y cenas livianas entramos en armonía con nuestro reloj interno, pues por la mañana nuestro organismo está pletórico, mientras que a partir de las siete de la tarde empieza a prepararse para el reposo y el metabolismo desciende su ritmo.

Cenar de manera liviana garantiza una mejor asimilación de los alimentos y facilita tener un sueño reparador, no perturbado por una digestión difícil, evitando sobrecargar al hígado, padecer hinchazones y flatulencias. También el corazón agradece las cenas ligeras. De ahí el tan acertado refrán popular: «De grandes cenas están las sepulturas llenas».

Por otro lado, aunque se ingieran pocas calorías durante la cena, éstas deben estar bien repartidas. Es decir, las cenas deben ser ligeras, pero basadas siempre en alimentos prótidos, sin abusar de las proteínas de origen animal. La razón es que la proteína estimula el catabolismo de las grasas —la lipólisis nocturna— durante el descanso nocturno.




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