La familia y lo que entregamos a nuestros hijos

Cuando una familia logra valorar los dolores como procesos de aprendizaje, entonces todos nos transformamos en mejores personas, todos crecemos, todos somos protagonistas de un destino. Así podremos cambiar al país, modificarle la vida al que está al lado, hacernos responsables de nuestros errores y de nuestros aciertos. Y quizás entonces este libro tendría que cambiar de nombre y llamarse Yo quiero crecer, yo quiero cambiar el mundo. Ojalá que escuchemos a muchos niños después de leer este libro diciendo esas frases y no repitiendo: «No quiero crecer… para qué, si no veo a adultos felices, si no gozan con sus trabajos, si el adulto fracasa en sus relaciones emocionales».

El legado para nuestros niños

Los niños se ven como una generación dolida producto de las decisiones egoístas y muchas veces apresuradas de los mismos padres. ¿para qué crecer?, ¿para enfermarnos como nos estamos enfermando? Nos falta una identidad de país para que podamos darles un testimonio a los niños de que ser adulto vale la pena, de que la vida vale la pena, porque a pesar de todos los dolores, la vida es una experiencia de amor y de felicidad. Hay que enseñarles a nuestros hijos que vale la pena sonreír, que vale la pena entregar lo mejor de sí mismos todos los días, porque de esa manera ellos van a tener ganas de copiarnos. Ellos no se quedan con lo que uno les dice: si fuera así, mis hijos serían perfectos. Ellos se quedan con lo que uno hace y ahí están nuestras inconsistencias, nuestros errores en el testimonio, porque decimos algo y no lo cumplimos.

Transmitimos sólo lo negativo: no se lo digo a nadie si me llamaron de un buen trabajo, porque eso se puede esfumar o dispersar la energía. Si estoy recién saliendo con alguien tampoco, porque en realidad puede producirse una frustración. Si quedé recientemente embarazada, no voy a decir nada hasta que la guagua o el bebé no esté «afirmado» en mi útero, para que así nadie sufra. Entonces yo sólo cuento que perdí un hijo, que no me llamaron del trabajo, que la relación no funcionó, etc. Nosotros nos estamos transmitiendo todo el día las cosas que no funcionaron, no las que están saliendo bien.

Y claramente eso genera un grupo social poco alegre, con menos frecuencia de sonrisa, más mal educados, poco gentiles y muy metidos en el estrés de tratar de lograr cosas. Y en eso, a diferencia de Chile, países como Colombia, Ecuador, Guatemala, El Salvador o México nos dan una tremenda lección. Son sociedades o personas capaces de jugar o de pelear por sueños, alegres, dispuestos a sonreír y agradecer todo lo que van teniendo a lo largo del día; disfrutan lo que poseen, y son capaces de dar testimonio de felicidad matrimonial, de pareja y de alegría laboral.

Tenemos que llegar a la casa agotados en la noche, porque eso es un tremendo privilegio; significa que hoy día entregamos todo lo que teníamos para dar. Sería espantoso llegar «frescos como lechuga», porque eso significaría que hoy yo no le di nada a nadie. Debemos llegar cansados, pero el cansancio no puede ser sinónimo de mal genio. Debemos conversar, debemos disfrutar. Dejemos de dividirnos como sociedad; apartemos el concepto de que la mujer tiene que ser amante, esposa, trabajadora, madre, etc. Somos un solo ser humano integrado, que tiene la obligación y la responsabilidad de disfrutar de cada una de las etapas de la vida, de cada uno de los deberes y de los placeres. De lo bueno se goza y de lo malo se aprende.




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